Es difícil comprender cómo el curso de la historia ha desembocado en estos
tiempos que vivimos, con tantas cosas del revés, problemas y enfrentamientos.
Todo acontece demasiado rápido. Hay poco tiempo para reflexionar sobre lo que
se vive y sobre lo que viven los demás. Atrapados en una vorágine de
actualidad, el momento presente transcurre tan rápidamente que pareciera un
verdadero fantasma, una irrealidad. Además, el pasado se olvida rápidamente y
el futuro es tan incierto que mejor no pensar en él. Si a finales del siglo XIX
algunos pensadores negaban el sentido de la vida –existencialistas–, hoy ya no
se duda sobre el sentido de la vida, por la simple razón de que no hay tiempo
para dudar. Hay tal desorientación que las personas ni siquiera pueden
preguntarse sobre el sentido de la vida.
La desorientación vital (social, familiar, personal) tiene graves
consecuencias en la salud a todos los niveles. Por esta razón, cada vez
aumentan más las enfermedades de todo tipo, físicas, psicológicas y mentales.
Cuando un organismo no sabe hacia dónde debe ir, pierde energía vital, se le reducen
las defensas y la anarquía se apodera de él, provocando su paulatina
descomposición. Hay estudios que demuestran cómo la desilusión, la desesperanza
y la depresión disminuyen en un tanto por ciento muy considerable las defensas
del cuerpo. Asimismo, todos y cada uno de los pensamientos y emociones llegan a
tener un reflejo en el organismo, de modo que estados psicológicos de
desorientación y desánimo, junto a grandes disgustos, se convierten en el
cóctel más seguro para que se desarrolle un proceso cancerígeno. Hay muchas
sustancias que favorecen el cáncer: conservantes y colorantes químicos,
determinadas radiaciones, etc. Si a estas sustancias y radiaciones, casi
inevitables para quienes vivimos en las ciudades, se les agregan estados
psicológicos negativos, es casi seguro desarrollar alguna grave
enfermedad.
Filósofos como Platón o médicos tradicionales tibetanos como Tulku Lama Lobsang, afirman que la ignorancia es la causa de la mayoría de enfermedades. Y no hay mayor desorientación vital que ignorar el sentido de la vida.
En este contexto, la filosofía es una herramienta de orientación fundamental y una medicina para el alma que, a su vez, redunda en una muy buena medicina para el cuerpo. Son muchos los libros que tratan sobre los beneficios de las enseñanzas de los filósofos antiguos. También han aparecido muchos estudios que resaltan el gran conocimiento de la naturaleza y del ser humano que alcanzaron las civilizaciones antiguas: Egipto, India, China, mayas… En el Bhagavad Gîta de la India, en el Kybalión egipcio, en el Popol Vuh quiché, en los hexagramas chinos o en las Estancias del Dzyan de Tíbet, encontramos una explicación coherente –y curiosamente coincidente– de las leyes de la naturaleza y del funcionamiento del cosmos.
A su vez, en las Meditaciones de Marco Aurelio, en las Máximas de Ptahotep, en La voz del silencio de H. P. Blavatsky, en las Analectas de Confucio, en el Dhammapada del Buda, por citar unos pocos ejemplos, se recogen tal calidad de enseñanzas sobre el ser humano y sus relaciones con los demás que ayudan de manera segura a encontrar el sentido de la vida.
Ahora bien, en los últimos siglos, con sus notables y escasas excepciones, la filosofía ha sido convertida en una suerte de comentar textos, en una especie de juego intelectual o teórico que ha alejado el “amor por la sabiduría” (philos-sophos) de la sociedad. Cuando algo suena demasiado teórico, se suele decir: “déjate de filosofías”. Sin embargo, no hay nada más práctico que la auténtica filosofía, que orienta la conducta humana para dirigirla hacia el desarrollo interior, el aprovechamiento de la vida y la convivencia.
¡Cuánto futuro tiene la auténtica filosofía! Porque en medio de épocas de confusión, orienta; porque en medio de épocas de violencia, acerca a las personas; y porque en un época de tanta enfermedad y tan bajo nivel de vida, la filosofía ayuda a sanar y a fortalecerse mental y emocionalmente.
Filósofos como Platón o médicos tradicionales tibetanos como Tulku Lama Lobsang, afirman que la ignorancia es la causa de la mayoría de enfermedades. Y no hay mayor desorientación vital que ignorar el sentido de la vida.
En este contexto, la filosofía es una herramienta de orientación fundamental y una medicina para el alma que, a su vez, redunda en una muy buena medicina para el cuerpo. Son muchos los libros que tratan sobre los beneficios de las enseñanzas de los filósofos antiguos. También han aparecido muchos estudios que resaltan el gran conocimiento de la naturaleza y del ser humano que alcanzaron las civilizaciones antiguas: Egipto, India, China, mayas… En el Bhagavad Gîta de la India, en el Kybalión egipcio, en el Popol Vuh quiché, en los hexagramas chinos o en las Estancias del Dzyan de Tíbet, encontramos una explicación coherente –y curiosamente coincidente– de las leyes de la naturaleza y del funcionamiento del cosmos.
A su vez, en las Meditaciones de Marco Aurelio, en las Máximas de Ptahotep, en La voz del silencio de H. P. Blavatsky, en las Analectas de Confucio, en el Dhammapada del Buda, por citar unos pocos ejemplos, se recogen tal calidad de enseñanzas sobre el ser humano y sus relaciones con los demás que ayudan de manera segura a encontrar el sentido de la vida.
Ahora bien, en los últimos siglos, con sus notables y escasas excepciones, la filosofía ha sido convertida en una suerte de comentar textos, en una especie de juego intelectual o teórico que ha alejado el “amor por la sabiduría” (philos-sophos) de la sociedad. Cuando algo suena demasiado teórico, se suele decir: “déjate de filosofías”. Sin embargo, no hay nada más práctico que la auténtica filosofía, que orienta la conducta humana para dirigirla hacia el desarrollo interior, el aprovechamiento de la vida y la convivencia.
¡Cuánto futuro tiene la auténtica filosofía! Porque en medio de épocas de confusión, orienta; porque en medio de épocas de violencia, acerca a las personas; y porque en un época de tanta enfermedad y tan bajo nivel de vida, la filosofía ayuda a sanar y a fortalecerse mental y emocionalmente.
Francisco Capacete